En el día en que el delgado moreno de ojos tristes vio a esa niña de largas trenzas negras y ojos verdes de gato, que apenas le dirigió la mirada, el flechazo fue instantáneo. Al menos para él, que en adelante siempre sería el más efusivo y entusiasta, en esa historia que se empezaba a tejer. La vida los sorprendió de golpe, tan niños -él de 17 años y ella de 12-, pero en ese tiempo no había posibilidades para trancisiones ni adolescencias. Cuando Marta tenía sólo 16 años, se casaron, sin mucha ceremonia, con el presente y el futuro a la vuelta de la esquina. Se venía una gran descendencia, el esfuerzo, las dificultades, alegrías, esperanzas.
No importaba su breve paso por la escuela, ni la adversidad marcada antes de nacer, cuando no alcanzó a conocer a su padre. El trabajo fue parte de los mandatos de la sobrevivencia, desde temprana edad. Recorrió rincones, protagonizó historias, construyó lazos, sufrió golpes. La fantasía formaba parte de sus días, y creaba castillos en el aire que, pese a derrumbarse una y otra vez, no dejaban de dotar de magia su cotidianeidad.
Ingresó a la Armada para poder ofrecer una alternativa a esa niña que lo tenía encandilado... Los hijos llegaron uno tras otro, hasta ser doce, formando una numerosa familia, tan distinta a su referente infantil, en que sólo estaba él y su madre.
Pedro nunca dejó de mirar a Marta con el brillo en sus ojos, nunca le dijo "tú", le construyó pequeños grandes paraísos. La mantención de esa gran familia era una titánica tarea que llevaba con entusiasmo. Se ausentaba por largos períodos, en viajes que parecían eternos, en la nieve infinita de la Antártica, en ese mar que a ratos odiaba porque lo llevaba lejos de su hogar. Marta recibía extensas cartas, con una bella caligrafía y una prosa cursi, y se sumía en el cuidado de la casa, en la crianza de sus hijos e hijas, en el día a día.
A sus hijos, él conoció poco. De las rivalidades y lealtades de esa prole, de las historias y particularidades de esos seis hombres y esas seis mujeres, sólo fragmentos alcanzaba a notar. Medía las compras por mayor, las grandes ollas de comida, protegerlos del frío, las ricas tortas que les preparaba en cada cumpleaños, y el regaloneo de Roxana, su hija más pegote, que tenía un evidente complejo de Edipo.
Con los nietos fue distinto. Llegaron nuevamente uno tras otro, corriendo en la casa, mirándolo con admiración. El ritmo de trabajo ya no era tan demandante, la mayoría de sus hijos había dejado el hogar para formar sus propias familias. Mi Tata me trataba como niña en un ambiente que me adultizaba, me llevaba a pasear por los laberintos de Valparaíso, me presentaba grandes personajes en sus calles, me inventaba un pequeño repertorio de canciones que repitió sin cansancio con mis primos más chicos, hasta llegar a cantárselas a Nicolás. Dotaba de fantasía la rutina, inventaba el mundo para mí, le ponía colores, música, olor... Sus morenos brazos me envolvían, me enseñó juegos de cartas y siempre hacía trampa, hasta que aprendí a ser más pilla que él. Me decía "chuchumeca", y creía que yo era "habilosa". Que tuviera cuidado de los "zorzales" (pololos), y que los espantaría con un rifle de postones que tenía para sólo dar susto, pero en realidad nunca cargó.
Miraba su casa e imaginaba grandes ampliaciones, para alojar a su gran descendencia, en caso de necesitarlo. Cada vez que salíamos, regresábamos cargados de huevillos y trozos de madera que seleccionaba para dar forma a estos proyectos. Con mucho más que eso, pero la pasión intacta, logró reinventar su casa y darle forma a los castillos que fantaseaba de pequeño.
Partió hace ya cuatro años, pero cada vez que visito su casa, lo siento en sus rincones, martillando, cocinando, cantando vals peruanos, veo sus ojos en mis pequeños primos. Siento que llevo mucho de él en mi historia, en mis sueños inagotables, en mi fascinación por el puerto, en las ideas de justicia. Aún creo que un día llegará alguien que me mire con el brillo que él siempre dedicó a su Marta, casi sin pensar...
Ayer se habrían cumplido 55 años desde el día en que dos firmas hacían evidente el inicio de la vida, que ya había vislumbrado a través de los ojos de gato de esa niña de trenzas que lo flechó de golpe. Esa vida que continúa con los hijos, con los nietos, con su huella ineludible. Con la fortuna de haber tenido ese hombre excepcional como abuelo. Feliz aniversario, tata, y te prometo que esta vez encontraré un buen zorzal.